El estudiante de medicina siente placer cuando consigue emitir un juicio diagnóstico acertado. Sin embargo, hay un momento que tiende a poner en apuros al más avezado del mundo profesional: luego de ser examinado e interrogado el paciente nos pregunta: ¿Qué tengo, doctor?
Parece una pregunta sencilla, y el galeno se llena de júbilo cuando por su boca sale una larga terminología que según su criterio debe ser lo que padece: el diagnóstico. Acto, que por común pareciera fácil; sin embargo, es uno de los mayores retos para el practicante (joven y ya entrado en canas). Desde que iniciamos en esta apasionante carrera se nos enseña un famoso proverbio: “Existen enfermos y no enfermedades” a medida que pasan los años nos damos cuenta de su validez.
Al acudir a los libros cada enfermedad por lo general comienza con un concepto, que intenta definir una condición morbosa que afecta al individuo, enarbolada en términos complicados y altisonantes y muchas veces con algún recurso fisiopatológico. En sentido general coinciden en la mayor parte de sus aspectos al variar de bibliografías, pero el paciente nos acude en sentido inverso: adolece de un síntoma o varios de ellos. Le corresponde al galeno escarbar tratando de buscar indicios “aullidos de la enfermedad” para los más románticos. Somos decodificadores de esta simbología (el intento del cuerpo de expresar que algo anda mal) hasta enmarcar esa situación particular en lo que tenemos previamente construido en nuestra cabeza (una enfermedad). Existen muchas, y no siempre los aspectos clínicos se corresponden con lo descrito en la literatura.
Existen enfermedades raras y diagnósticos difíciles, que no es lo mismo. Rara es aquella que por su incidencia y prevalencia baja así es considerada. Un diagnóstico difícil es aquella condición en la cual por lo general los síntomas aparecen de forma tan abigarrada que dificultan llevar a una conclusión diagnóstica. Un viejo aforismo de la medicina menta: “Si escuchas cascos: son caballos, no cebras”. Es por ello que lo más frecuente es que aparezcan enfermedades comunes en sus presentaciones más raras en estos casos. Reservando las enfermedades raras para segundas opciones. Emitir juicio diagnóstico requiere de gran carga intelectual y de utilizar el conocimiento adquirido. No se diagnostica lo que no se piensa, y no se piensa lo que no se conoce.
Esta tarea es fundamental y ayuda a la adecuada formación del médico. Dudar es normal, el manejo de la incertidumbre es uno de las mayores habilidades que un profesional sanitario debe desarrollar. Nunca se está seguro de nada. El examen físico es un arma de gran ayuda en estas cuestiones así como el aprendizaje de los signos y síntomas de cada paciente a la cabecera del enfermo. “El ojo clínico” es la acumulación de experiencias, que hacen ver el paciente de una forma más integral y permiten identificar patrones y signos que para otros pasarían inadvertidos. Si el ojo clínico se adquiere con la edad es de esperar que el médico viejo, que ha visto muchos pacientes sea capaz de diagnosticar prácticamente cualquier cosa. Sin embargo, esto (al igual que casi todo en esta ciencia) no es tan fácil como se imagina, a medida que envejeces y adquieres conocimiento tienes en tu caudal más enfermedades que descartar y en las que pensar. Parece tarea de Sísifo esto del diagnóstico.
La Medicina Basada en Evidencia nos promete a través del uso de la estadística y de grandes estudios establecer recomendaciones aplicables a pacientes (o grupos específicos de estos). Es de gran utilidad y ha ayudado a salvar muchas vidas y estandarizar tratamientos como el de la Insuficiencia Cardíaca, Cardiopatía Isquémica, enfermedad infecciosa y muchas más con las Guidelines. Pero recordemos que la tarea del médico no es cumplir todas las Recomendaciones IA, sino preguntarse: ¿Son válidas estas recomendaciones en este paciente en particular, en este contexto social y económico en este momento de su vida? Si aun así se considera beneficioso entonces podemos aplicarla. El diagnóstico a pesar de los muchos años que han pasado constituye un misterio. Las pruebas diagnósticas son importantes, pero su positividad solo adquiere validez en un contexto clínico adecuado. A más de 2300 años de Hipócrates podemos asegurar que el método clínico continúa resultando orientador en el diagnóstico médico.
Me gustaría hacer un llamado a evitar un mal hábito: el tratamiento sintomático no es ciencia. No todo paciente es diagnosticable ni debemos ensañarnos en obtener una etiqueta. Pero tampoco es prudente tratar anemias sin conocer su causa, ni tratar dolores sin saber o tener al menos una idea de: ¿Qué lo origina? El profesional debe continuar sintiendo ese placer que le origina el diagnóstico, el acto de corroborar con complementarios lo que su cabeza fue capaz de generar. Ese arte de abstraerse, usar la información y generar una conclusión. Indicar complementarios pensando en ¿Qué encontraré? Y en caso de que esto esté alterado ¿Qué haré? Ese placer debe ser enseñado y motivado en el estudiante, para que en su futuro no se asuste al escuchar: ¿Qué tengo, doctor?